Los árabes conquistaron y colonizaron la península Ibérica por 8 siglos – casi tres veces lo que la conquista y colonización española duró de América.
Ahora en España cunde el chovinismo nostálgico ante la remoción de monumentos de conquistadores y colonizadores españoles en muchos países americanos – incluyendo México y Estados Unidos.
No tienen nada de qué disculparse – dicen – sino al contrario, hay mucho de qué sentirse orgullosos en España y Portugal por el gran legado de sus imperios civilizatorios, y mucho qué deben agradecerles los latinoamericanos y africanos. Esta postura ha sido emitida desde su rey pasando por la mayoría de sus políticos y comentaristas; y hay un coro de indignación y repudio por los recientes episodios como la remoción de la estatua de Colón del céntrico Paseo de la Reforma en la Ciudad de México.
Se ha vuelto popular decir, como lo hizo hace poco el ex-primer ministro español José María Aznar, que “el indigenismo es el nuevo comunismo”. Solo el Papa Francisco (Argentino, por cierto, y el primer papa latinoamericano) se ha disculpado de los atropellos y genocidios en los que participó la Iglesia durante el periodo colonial en América.
Pero nadie a la fecha ha puesto o propuesto que un solo monumento sea erigido allá en España o Portugal en honor a los árabes que conquistaron y retuvieron esas tierras por 8 largos siglos – y que dicho sea de paso, extendió la avanzada civilización islámica a la península ibérica, la cual había preservado el gran acervo greco-romano, egipcio, y mesopotámico antiguo, y que luego sirvió de puente para detonar la Época de la Ilustración, el Renacimiento, y la Revolución Científica en Europa.
¿No será que están confirmando el viejo proverbio español que dice, “Vemos la paja en el ojo ajeno, y no vemos la viga en el nuestro”? Otro dicho que viene a la mente, parte del legado español muy popular en nuestra América por cierto, es este: “O todos parejos o todos rabones.”
Que nadie se haga bolas, y especialmente que nadie se haga pato. Lo que está pasando es un ajuste de cuenta necesario, aunque incompleto. Para que haya reconciliación histórica, debe siempre y en primer plano imperar la verdad histórica – abordada con toda honestidad, rigor científico, y humildad moral, basada en hechos incontrovertibles e interacciones mutuas, según se vayan descubriendo y documentado, y no en ideologías supremacistas (raciales y religiosas) y nacionalismos dogmáticos, excluyentes, y ramplones.
Hay naciones, pero también hay un solo mundo de donde surgen, se mueven, y cambian. Por lo tanto, la historia es una. El futuro también. El gran reto es cómo unificamos la visión de nuestro pasado compartido.
Los sudafricanos desde la década de los 90 del siglo pasado, en lo que derrocaban el odioso sistema de Apartheid, cuando se plantearon construir una nueva sociedad democrática, justa y pluriétnica, dieron con la fórmula perfecta: instalaron los procesos de “verdad y reconciliación,” donde primero los que cometieron los pavorosos crímenes bajo ese sistema lo admitieron y se disculparon con toda humildad y sinceridad, y solo así fueron perdonados y reintegrados – una fórmula que le ganó al arzobispo Desmond Tutu, que la propuso, el Premio Nobel de la Paz.
Para eso se requirió, por supuesto, abandonar la previa arrogancia del supremacismo blanco. Si ellos pudieron hacerlo en Sud África, ¿por qué no podemos hacerlo a escala global?
Algo así se va a requerir en toda Europa, en toda América, en todo el mundo a fin de cuentas. La alternativa, dado lo que pasó en los últimos cinco siglos de dominación colonial europea, es seguir tumbando monumentos, hasta que no quede ninguno, y seguir contaminando la enseñanza de la historia con dogmas, tabús, y censuras reaccionarias y falsas que nos dividan aun más.
Un buen ejemplo de esto último es el repugnante espectáculo actual en Estados Unidos, donde turbas de padres anglosajones encolerizados están siendo atizados por un partido – el republicano – para atacar a los distritos escolares y prohibir toda enseñanza sobre el racismo sistémico en la historia y vida contemporánea en ese país – o inclusive incorporar y celebrar las contribuciones positivas de las comunidades étnicas no-blancas. A principios de año turbas semejantes trataron de prevenir la sucesión presidencial ordenada y democrática atacando al Congreso. Soplan vientos revanchistas, reaccionarios, racistas y supremacistas blancos en ese país.
¿Qué van a enseñar en los distritos escolares y en los estados (que son los que tienen juridicción sobre lo que se enseña) si triunfa el trumpismo basado en reimplantar un nacionalismo chovinista blanco que ya se creía superado, desbordado hoy en las comunidades anglosajonas?
Volviendo a México: Allá en Chiapas, ¿Qué se enseña hoy en las escuelitas en las zonas zapatistas bajo la jurisdicción de las Juntas del Buen Gobierno del EZLN? O en Cuernavaca, en los múltiples centros pedagógicos apegados a Paolo Freire, Iván Illich, Erich Fromm? ¿Y qué sigue vivo y vigente en las comunidades eclesiásticas del legado teológico de liberación forjada por décadas por los obispos Sergio Méndez Arceo en Cuernavaca y Samuel Ruiz en Chiapas?
Las mujeres feministas mexicanas han inyectado con gran fuerza moral y militancia férrea un tremendo tema en el debate nacional, al salir a denunciar “El violador eres tú” ante el estado, las instituciones educativas, las iglesias, y los medios.
A Colón lo pintarrajearon ellas, precisamente, y hoy lo trasladan a un parque en una zona residencial “de la alta”, donde creen las autoridades que estará “a salvo de vandalismos“. Eso está por verse, si continúan los feminicidios. En su lugar, una réplica monumental de la recién desenterrada “Joven de Amajac” será instalada, sin el más mínimo temor que sea vandalizada – soplan otros vientos en México. El Papa lo entiende, los machistas mexicanos no.
La lucha por definir lo que somos y lo que honramos continuará.
En la conmemoración de los 500 años de la caída de Tenochtitlán hace un mes en el Zócalo capitalino, las imágenes de los vencidos – Cuauhtémoc, Cuitláhuac, y otros tlatoanis y guerreros mexicas – bañaron la fachada de la Catedral Metropolitana; la retomaron, aunque solo haya sido simbólicamente. Una reproducción del Templo Mayor también fue instalado en la plaza, también bañado de imágenes de las gestas de Independencia, la Reforma, y la Revolución Mexicanas. Hay una propuesta de renombrar la capital ahora como “México-Tenochtitlán”.
Monumentos, libros de texto, nombres, ritos y ceremonias oficiales y cívicas, usos y costumbres y procesos políticos autonómicos regionales – estos son los campos de batalla en la incesante lucha por definir lo que somos, de dónde venimos, y hacia dónde vamos. La novedad es que antes todo eso se resolvía en las cúpulas de poder, ahora no solo arriba, sino abajo también – todos opinamos en las redes sociales, y muchos están actuando.
Pero falta. Faltan, por ejemplo, los migrantes mexicanos de la gran diáspora en el vecino país de Estados Unidos, donde su drama histórico es tan importante como los demás en México, y su profunda relación con México continúa viva y vibrante, aunque se niegue.
El imaginario en México, por ahora, es el de un nacionalismo muy angosto – es francamente territorial; no quiere imaginarse ni verse como una nación que trasciende fronteras, ni en lo político, ni en lo cultural, ni en lo educativo, en donde los migrantes brillan por su ausencia. Solo en lo económico – las remesas – la contribución de los mexicanos en la diáspora es reconocida, pero no hay reciprocidad a la hora de defenderla de los embates de la xenofobia estadounidense.
Lo mismo pasa con las otras diásporas latinoamericanas – ningún gobierno de los países expulsores se atreve a denunciar las violaciones a sus connacionales en EE.UU. Quedan desamparados, por su cuenta; “es un asunto doméstico”, vienen diciendo los últimos tres presidentes mexicanos, de Calderón a AMLO. Siquiera Fox fue a demandar mejor trato y un mejor régimen migratorio al Congreso estadounidense unos días antes de los atentados terroristas del 9/11. Pero pronto quedó olvidado, entre los escombros de las Torres Gemelas.
Ahí seguimos, olvidados por México – más de 40 millones de ascendencia mexicana viviendo y sobreviviendo en EE.UU., varios millones retornados, las fronteras cerradas, los migrantes indocumentados atrapados. Falta mucho, muchísimo, para que no solo se haga justicia a nuestros connacionales, sino para integrar sus experiencias en los libros de texto, integrar su literatura y arte en México, y viceversa, integrar a México y experiencia migratoria y étnica en su educación estadounidense.
El movimiento chicano de los años 60 y 70 del siglo pasado dio un gran paso en esa dirección, pero podemos decir que hoy por hoy seguimos compartamentalizados e invisibilizados, tanto en México como en Estados Unidos.
¿Dónde están los monumentos al migrante mexicano en las avenidas y parques de México? ¿Que literatura chicana ha sido traducida al español? ¿Qué leen los niños y jóvenes mexicanos en Estados Unidos?
Sigue lo que sigue. Será un retroceso tremendo o un avance maravilloso lo que va a pasar en las próximas décadas en Norteamérica: o resolvemos nuestras grandes retos sobre quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, y cómo nos conoceremos, de una manera que se vea reflejada en la construcción de sociedades más justas e incluyentes, vinculadas por la historia y la integración mundial y regional actual, o caeremos en un periodo más y más oscuro, definido por inacabables guerras culturales y sociales que nos fragmenten y dividan aun más.
Regreso a España: A mí me gustaría mandarles una gran réplica de la Coatlicue a España, para que la pongan en un pedestal de honor en la Puerta del Sol en el corazón de Madrid, y le rindan homenaje cada 12 de octubre. Al lado, por supuesto, de la gran escultura del general Tariq ibn Ziyad. Y entonces sí, regresamos al desterrado Colón y lo ponemos al lado de la escultura de Carlos IV (“El Caballito”), otro símbolo de la España imperial que ya hemos movido varias veces. Y a los huesos de Hernán Cortés los exhibiríamos en Palacio Nacional, debajo de uno de los magníficos murales de Rivera.
Por un mundo, como dicen los zapatistas, donde quepan todos los mundos – de la mano con la verdad y la reconciliación.