NORTEAMÉRICA.- Vestido como “Payasito Nochi”: playera a rayas, pantalón negro, tirantes rojos y calzado amarillo, Joel Hernández Santos, de 24 años, abandonó su natal Guatemala después de jurarle a su madre que regresaría con los recursos suficientes para amortiguar los males de la diabetes, que en su etapa terminal, la acechan diariamente.
Se va perdiendo la vista, hay riesgo de amputación por la gangrena, los sistemas nerviosos y circulatorios dejan de funcionar poco a poco. Los gastos no paran.
Hace ocho años no corrió con la misma suerte, desde las primeras horas de su llegada a México lo encontraron y deportaron. Esta segunda vez se marcha con el mismo argumento: “en la Sexta Avenida (su sitio de trabajo en Guatemala) ya no hay dinero”.
Viaja con tranquilidad de saber que defensores de Derechos Humanos como el padre Alejandro Solalinde, fundador del albergue Hermanos en el Camino en Ixtepec, Oaxaca, le ofrecerán alimento y resguardo. En otros estados también estará cobijado, pues en México ya hay más de 35 albergues migrantes.
“Sé que esta vez será diferente porque empecé a trabajar apenas llegué y así pienso seguir hasta Tijuana si Dios quiere”, asegura. Es verdad que no camina solo, pues como él, otros 400 mil migrantes pasan por tierras mexicanas al año y son apoyadas por gente como Rubén Figueroa, del Movimiento Migrante Mesoamericano, en Chahuites.
Rubén quedó sorprendido al ver a Joel, nunca antes había encontrado a un personaje así: “es la primera vez que veo a un payaso que además es muy visible y, por lo mismo, una víctima fácil de la persecución si se dan cuenta que es migrante”. Hasta su albergue han llegado migrantes montados en bicicleta o en moto, disfrazados de campesinos con todo y machete, pero nunca payasos.
El Instituto Nacional de Migración, que en un día han llegado a regresar a sus lugares de origen a hasta 460 migrantes, la mayoría de ellos centroamericanos, no tendría tantos obstáculos en localizar al “Payasito Nochi”.
Eso no impide que no tenga miedo de ser descubierto de caminar por las calles y usar el transporte público. La fuerza de voluntad es mucho más fuerte y la suerte que le da hacerlo por su madre no se agota: desde sus primeros shows en Tapachula recolectó lo suficiente para comprar un paquete de insulina.
Incluso en Napa le solicitaron sus servicios para alegrar una fiesta infantil. En donde no se atreve a cobrar ni un peso es dentro de los albergues, pues para él todos son hermanos del camino y es por puro gusto que los hace reír.
Ése es el objetivo: hacer reír a los demás, se despide con un chiste: “Las mujeres de Nueva York no saben ni dar un beso, en cambio las mexicanas te lo dan hasta el pescuezo”.